Sobre reporteros de guerra
Por Adrián Cordellat
Crecí con las crónicas que un reportero de guerra llamado Arturo Pérez Reverte nos transmitía por TVE desde el epicentro de la guerra de los Balcanes, admirando a aquellos que se jugaban la vida, a escasos metros de las bombas, la metralla y los disparos, por informar a la población de lo que allí sucedía. Recuerdo que luego leí Territorio Comanche, siendo ya un poco más mayor, y admiré aún más si cabe a estos profesionales valientes para los que el miedo no era más que otra palabra del diccionario. Y los admiré entonces, cuando pese a los riesgos inherentes al oficio, a los daños colaterales y a las balas que se desviaban y quedaban en manos del azar, los periodistas aún no eran un objetivo de guerra, un blanco sobre el que disparar, un botín preciado con el que negociar intercambios y sumas de dinero con las que seguir financiando el horror.
Como decía Carlos Ruíz Zafón en ‘La Sombra del Viento’, “las guerras no tienen memoria y nadie se atreve a comprenderlas hasta que ya no quedan voces para contar lo que pasó, hasta que llega el momento en que no se las reconoce y regresan, con otra cara y otro nombre, a devorar lo que dejaron atrás”. Así que después de la guerra de los Balcanes llegaron otras. Siempre llegan otras. Y desde ellas volvieron a informarnos periodistas curtidos en mil y una batallas y jóvenes que se embarcaban en la aventura como freelance, buscando hacerse un nombre, firmar una crónica desde el horror en una gran cabecera, dar a conocer al mundo el drama que se cuece cuando silban las bombas y el único ruido que se escucha en las calles es el de los disparos y el de los gritos de dolor y desesperación de quienes lo pierden todo a cambio de nada.
Desde 2013, según el último informe de Reporteros sin Fronteras, Siria es el país más peligroso del mundo para ejercer el periodismo. Allí, en medio de una guerra entre un tirano y un grupo terrorista, con decenas de países con intereses en el tablero de juego, 27 profesionales de la información fueron secuestrados en 2015. Entre ellos tres españoles, Antonio Pampliega, José Manuel López, y Ángel Sastre, que fueron liberados el pasado fin de semana (nunca sabremos a cambio de qué) tras diez meses de secuestro a manos del Frente Al Nusra, la filial de Al Qaeda en Siria.
Al verlos llegar a España, sanos y salvos, abrazar a sus familias, y reafirmarse en su vocación, volví a admirar a esta especie en extinción, la del corresponsal que no tiene miedo a jugarse la vida porque entiende que su deber es informar desde no se quiere que se informe, contar lo que algunos quieren mantener oculto. Y los admiré aún más si cabe porque hoy, en la España de los contratos basura, la mayoría de ellos no viaja con el soporte de un medio de comunicación, como lo hacía Pérez Reverte, sino que lo hacen solos, como freelance, buscándose la vida y la financiación para trasladarnos, a través de las páginas de periódicos que les pagan poco y mal, realidades que sin ellos jamás podríamos conocer. Reporteros de guerra.